Hay personas que no se dan cuenta de que por más que levanten la persiana y se acerquen al ventanal, si no hay sol no hay sol. Quiero decir, que no se puede sacar miel de un tarro que está vacío, ni agua de un grifo desconectado de toda tubería, ni música de una cadena de radio que aún no inventaron.
La gente vagabundea por ahí con la estúpida idea de que probablemente mañana baje Dios, les de una palmadita en el hombro y entonces, y sólo entonces, las cosas empezarán a mejorar. Pero por favor, ¿en qué mundo vivimos? A veces creer en cosas te ciega y voltea a la acera de los fracasos todos los intentos que por un momento podrían haber sido victorias. Muévanse. No basta con levantar la mano y agitarla cuando alguien les pregunta si les gustaría que algún aspecto de sus vidas cambiasen. Y, por supuesto, independientemente de si soy o no soy atea, no basta con arrodillarse antes de dormir, unir una mano a la otra con los dedos apuntando al techo y rogar a un posible Dios extremadamente ocupado que las cosas mejoren. De pequeña, cuando me llevaban a la Iglesia y veía a todas esas personas pidiendo favores a unas figuras grandes que representaban a Apóstoles, me imaginaba allí, encima del escenario eclesiástico (perdónenme si ese no es su nombre, siempre me pareció similar al teatro, espectadores abajo, actor arriba) con el micrófono en mano avisándole a todas esas personas mayores que yo (por entonces no tendría más de nueve o diez años) que la vida no iba a cambiarles por mucho que rogaran, que tenían que levantar los culos del cómodo banquito de madera y empezar a dirigir sus vidas. Vale, probablemente no lo pensaba con estas palabras, pero el mensaje era el mismo. Aún hoy, con bastantes más añitos a las espaldas, pienso que la fe te ciega, te paraliza, te vuelve una completa marioneta de aún no sé muy bien qué o quién...
La gente vagabundea por ahí con la estúpida idea de que probablemente mañana baje Dios, les de una palmadita en el hombro y entonces, y sólo entonces, las cosas empezarán a mejorar. Pero por favor, ¿en qué mundo vivimos? A veces creer en cosas te ciega y voltea a la acera de los fracasos todos los intentos que por un momento podrían haber sido victorias. Muévanse. No basta con levantar la mano y agitarla cuando alguien les pregunta si les gustaría que algún aspecto de sus vidas cambiasen. Y, por supuesto, independientemente de si soy o no soy atea, no basta con arrodillarse antes de dormir, unir una mano a la otra con los dedos apuntando al techo y rogar a un posible Dios extremadamente ocupado que las cosas mejoren. De pequeña, cuando me llevaban a la Iglesia y veía a todas esas personas pidiendo favores a unas figuras grandes que representaban a Apóstoles, me imaginaba allí, encima del escenario eclesiástico (perdónenme si ese no es su nombre, siempre me pareció similar al teatro, espectadores abajo, actor arriba) con el micrófono en mano avisándole a todas esas personas mayores que yo (por entonces no tendría más de nueve o diez años) que la vida no iba a cambiarles por mucho que rogaran, que tenían que levantar los culos del cómodo banquito de madera y empezar a dirigir sus vidas. Vale, probablemente no lo pensaba con estas palabras, pero el mensaje era el mismo. Aún hoy, con bastantes más añitos a las espaldas, pienso que la fe te ciega, te paraliza, te vuelve una completa marioneta de aún no sé muy bien qué o quién...
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