La esperanza (qué palabra más fea, y qué concepto más manido) es lo último que se pierde. Porque se pierde. Siempre, de una u otra forma. Y si no, es que aún no es el final. Es como quitarse los tacones cuando llegas a casa y apoyar el pie en el suelo. Es ése dolor de lo natural, -debería doler ponérselos, no quitárselos- lo que me demuestra que la esperanza es un hábito adquirido, un mal vicio: un defecto. No debería doler darse cuenta de que nunca ocurrirá lo esperado, sino llegar a creerlo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario